Mujeres mineras bolivianas, mucho por hacer

El pasado mes de junio un equipo de Manos Unidas y del programa Pueblo de Dios (RTVE) viajó a Bolivia para visitar los proyectos que promovemos para empoderar y apoyar el desarrollo de las mujeres mineras a través de talleres de formación y economía familiar. En este artículo de nuestro compañero Jesús Revenga se muestra la dura realidad de estas mujeres y su lucha por mejorar su vida con el apoyo de Manos Unidas.  

Bolivia

El pasado mes de junio un equipo de Manos Unidas y RTVE viajó a Bolivia para visitar los proyectos que nuestra Organización promueve para empoderar y apoyar el desarrollo de las mujeres mineras a través de talleres de formación y economía familiar.

Salimos de Oruro hacia el sur en dirección a las minas de Huanuni. Tras ascender hasta 4.700 metros de altitud, al otro lado la vista impresiona. Un valle casi desértico donde apenas crecen unos yerbajos que comen llamas dispersas. Hay un caserío desordenado, casas abandonadas y semiderruidas, sencillas construcciones de adobe cubiertas con chapas sujetas con piedras, un estanque de agua rojiza junto a un montículo artificial, un gran tinglado de nueva construcción y un ingenio, donde muelen las piedras, cubierto de oxidadas planchas metálicas, que parece se vaya a caer, pero funciona. Es la mina de Japo.

En la mina, pala en mano, trabaja doña Alicia en el «budle» (del inglés buddle, lavadero), removiendo la tierra molida que sale del ingenio y así favorecer la decantación del mineral que acompaña a las rocas. Es apenas un cobertizo con unos pequeños depósitos de hormigón en los que se mezclan agua y tierra y que hay que remover constantemente para decantar el mineral. Allí está ella, mujer menuda, pero fuerte, todos los días, haga frío, las más de las veces, o calor, casi nunca.

[Aquí tienes el programa que Pueblo de Dios (RTVE) dedicó a estas mujeres]

Me gustaría poder tener la naturalidad con la que ella me contaba cómo entró en los talleres de formación, empoderamiento y economía de la mujer minera que apoya Manos Unidas y el cambio que, para ella, las mujeres, la familia y la sociedad han supuesto, pero es imposible tener su gracia y ese saber decir que ella tiene. Como mujer fuerte sabe compaginar quehaceres y en ambos, taller y mina, su labor es importante; además se ocupa de la casa y su familia, pues es ahí donde se han ganado las primeras revoluciones.

Un corto camino nos lleva a un nuevo valle; el paisaje no cambia, las construcciones también alternan casas deshabitadas y semiderruidas con otras sencillas construcciones de adobe que sirven de cobijo a sus habitantes. Alejado del caserío sobresale en el paisaje un campo verde, paradoja, es una pista de deportes de hierba artificial. Aquí no hay ingenio, pero sí un pozo semidestartalado que sirve de acceso a la mina y también funciona. Estamos en la mina de Santa Fe.

En un amplio solar lleno de montículos de piedras se ven pequeñas hondonadas en las que, confundidos con el color grisáceo de las piedras, parecen moverse unos «bultos». Desde cerca son mujeres cubiertas con pobres y abundantes vestimentas grises que las protegen del frío. Solo a veces los gorros de lana ponen una nota de color. Sentadas maza en mano, golpean las piedras hora tras hora en busca del mineral que, no siempre, esconden. Son las «palliris» (del quechua pallay, escoger), que por un mísero jornal pasan el día escogiendo, lavando o triturando piedras en las colas y desmontes de las minas. Ni las bajas temperaturas, ni el sol, ni el viento son excusa para dejar su puesto.

Doña Polonia es una de ellas, morena y enjuta, de piel arrugada; es una señora mayor, quizá no tanto por edad y sí por la vida y el trato que esta le ha dado. A través de las diferentes capas de ropa que la cubren solo podemos intuir una figura ligera y ágil. Pasa el día sola en su pequeña parcela de piedras, sentada en una piedra grande, encorvada y martilleando sin parar en busca del ansiado mineral. Cuando termina la jornada mete la maza en su bolsa y camina hacia su humilde casa en la que vive con su hijo, su nuera y sus dos nietos: su alegría.

En nuestro regreso es casi de noche cuando ascendemos y desde las cumbres, sobre las extensas llanuras de Oruro y Poopó, contemplamos al oeste una deslumbrante y majestuosa puesta de sol que nos emociona y nos hace pensar que aún queda mucho por hacer.

 

Texto de Jesús Revenga, Departamento de Proyectos de América
Este artículo fue publicado en la Revista de Manos Unidas nº 204 (octubre 2017 - enero 2018)

 

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