Según Naciones Unidas, la cifra de migrantes en el mundo asciende a 272 millones.
El pasado fin de semana se produjo un nuevo movimiento migratorio de personas centroamericanas regulado bajo un ingreso controlado por parte de las autoridades migratorias. Causas como la inseguridad, la pobreza y el desempleo obligan a estas personas a marcharse en busca de nuevas oportunidades. Una búsqueda, que en el caso de la frontera México-Guatemala, se sumerge en un clima marcado por la tensión y la incertidumbre.
En este sentido, recordamos que el abandono de los hogares no es sencillo, pero los conflictos internos, los desastres naturales y las enfermedades, entre otras circunstancias, contribuyen a contemplar la migración como única salida y medio para garantizar la seguridad y el bienestar de millones de personas. Las cifras incluyen a personas que escogen voluntariamente migrar, pero también a aquellas que tienen que hacerlo por necesidad.
Un ejemplo de las muchas realidades a las que hacen frente los migrantes lo encontramos en el puente de Belice, situado en la ciudad de Guatemala. Un asentamiento que se ha convertido, tras el terremoto de 1976 y el paso devastador de la guerra en el país (que duró 36 años), en un espacio de refugio en busca de oportunidades. Una opción estrechó la posibilidad de que los más vulnerables salieran adelante.
Jesús Rodríguez es un buen testigo de ello ya que su vocación misionera le llevó a descubrir las entrañas de Guatemala hace 50 años. Comenzó su trabajo en el norte del país con migrantes campesinos. Tres años más tarde se traslada al suroccidente del país y se hace cargo del acompañamiento de más de 40 comunidades fronterizas con México. Una experiencia que, por su dureza, le marcará de manera definitiva al convivir 20 años en un entorno donde el alcoholismo, la prostitución, la trata de personas y el drama de la emigración construyen una población sin identidad. Un ciclo que se ve obligado a cerrar por agotamiento físico y mental.
«La madrugada del 4 de febrero de 1976 marcó un antes y un después en el llamado país de la eterna primavera. El terremoto desnudó a Guatemala ante el mundo. Mostró el abandono y la miseria en que vivían las grandes mayorías, justamente las más afectadas. El terremoto sacó literalmente de la cama a los pocos pobres que lograron sobrevivir a tamaño susto, y se tragó a los más indefensos. Este fenómeno fue el mejor termómetro de la realidad socioeconómica de Guatemala, con las consecuentes migraciones y desplazamientos internos. Un país donde hay todavía un déficit habitacional de más de un millón y medio de viviendas.
A raíz del terremoto comenzaron a poblarse estos barrancos y empezaron a aparecer chabolas de lata o cartón, con piso de tierra, sin drenajes, sin luz, sin agua y en medio de un hacinamiento con imprevisibles consecuencias. A pesar de que clima de la ciudad es benigno, dado el tipo de “viviendas”, eran muy comunes las enfermedades respiratorias y gastrointestinales. Con las deficiencias descritas, aparecían otro tipo de carencias en el campo educativo y laboral.
Ese fue el comienzo. Con el correr del tiempo llegarían más y más familias, unas huyendo de las zonas de conflicto y otras de la escasez y la baja producción de una tierra que no ofrecía a las familias afectadas por la hambruna la oportunidad de subsistir.
En cierto sentido, los asentamientos se convirtieron en un verdadero refugio para muchos, libres de chismes e intrigas, un medio donde eran desconocidos.»
Una realidad que incluye desempleo, carencia de vivienda digna, hacinamiento, promiscuidad, situación de riesgo permanente, inseguridad, abandono escolar, drogadicción, desintegración familiar, maltrato infantil, falta de educación sexual, embarazos prematuros, falta de higiene, insalubridad, baja autoestima y situación de miseria.