La mayor reserva tropical del planeta, en peligro debido a la industria extractiva.
La Amazonía, la mayor reserva tropical del planeta, nos abruma con su gran belleza, diversidad y exuberancia ocupando más de siete millones de km2 en ocho países de América Latina y cobijando en su seno una gran diversidad sociocultural: en torno a 34 millones de personas de más de 400 pueblos indígenas, de los cuales al menos 60 viven en condiciones de aislamiento voluntario. Además de esta multiforme riqueza natural y cultural, el agua es la seña de identidad de la Amazonía; agua que da cuerpo al río más caudaloso del mundo: el grandioso Amazonas.
Sin embargo, una de las riquezas amazónicas, la que habita principalmente en el subsuelo en forma de petróleo y minerales, genera graves conflictos sociales y económicos a causa de su explotación irracional. A continuación, Carlos Vicente Alconcé, responsable de proyectos de Manos Unidas en Ecuador, relata la difícil situación a la que hacen frente los pueblos indígenas que habitan territorios amenazados por las distintas industrias extractivas.
Una expresión concreta de la conflictividad se generó a raíz del boom petrolero de los años 70 y 80, cuando los «atractivos» precios del petróleo en los mercados mundiales intensificaron abruptamente la explotación petrolera. No obstante, esta aparente euforia económica no se tradujo en bienestar y felicidad para las comunidades que habitaban esos bosques. Por el contrario, se generó una fuerte presión sobre las poblaciones locales –indígenas y campesinos, principalmente– que vieron atropellada su cultura y sus medios de vida y fueron confinadas en territorios cada vez más limitados por la creciente presencia de proyectos extractivos.
La sintonía coyuntural entre la explotación petrolera, gobiernos poco transparentes y grandes irresponsabilidades de algunas empresas, ha venido generando desde hace 50 años importantes residuos tóxicos diseminados en la Amazonía sin que se haya realizado mitigación alguna. Muchas comunidades indígenas y campesinas han consumido agua contaminada durante años sin saberlo, con graves consecuencias en cuanto a enfermedades, principalmente cancerígenas.
Uno de los más recientes sucesos –con escaso impacto en los medios de comunicación– fue el deslizamiento de tierras que provocó en abril de 2020 la rotura de dos importantes oleoductos en las provincias ecuatorianas de Sucumbíos y Napo, con el consiguiente vertido de en torno a 15.800 barriles de crudo a los ríos Coca y Napo. De acuerdo a la Red Eclesial Panamazónica, este derrame afectó a casi cien mil personas como consecuencia de la contaminación de los cauces y riberas, lo que aumentó la vulnerabilidad de estas comunidades, al impedirlas mantener la relación tradicional que tienen con el agua del río –utilizada tanto para el consumo humano como para el transporte de personas y mercancías– e imposibilitar el acceso al agua en un grave contexto de pandemia y confinamiento.
En septiembre del mismo año, cuatro meses después de que las organizaciones indígenas presentaran una demanda para la implementación de medidas cautelares y de protección a favor de comunidades afectadas, el sistema judicial del Ecuador rechazó la misma aduciendo aspectos técnico-jurídicos, aunque sí reconoció los impactos generados por el derrame. Las comunidades tuvieron que resignarse con los pocos apoyos recibidos como parte de las acciones de mitigación iniciadas por la empresa operadora de los oleoductos, así como con otros apoyos provenientes de organizaciones internacionales como Manos Unidas a través de su colaboración con las Hermanas de la Madre Laura, que llevan muchos años de trabajo permanente acompañando a los pueblos indígenas que habitan la Amazonia.
Desde la óptica de los derechos humanos, lo que está ocurriendo es una flagrante vulneración de los mismos, ya que estas comunidades campesinas e indígenas han tenido que convivir por décadas con estos pasivos generados, directa o indirectamente, por la explotación petrolera y ello, a pesar de que la Constitución Ecuatoriana es garantista e incluso califica a la Naturaleza como sujeto de derechos.
En Ecuador y otros países de América Latina, tratamos no solo de defender el derecho a un agua segura y a una alimentación digna, sino de acompañar a defensores ambientales y de derechos humanos de las comunidades que resisten ante agresiones que sufren sus territorios por parte de las distintas industrias. Estas agresiones –cuyas consecuencias directas son el fuerte deterioro del entorno del que dependen para sobrevivir y las amenazas, hostigamientos y asesinatos de líderes de esas comunidades– son cada vez más numerosas y han aumentado durante la pandemia. Hace solo unas semanas, por poner solo un ejemplo reciente, dos líderes indígenas del pueblo Kakataibo eran asesinados en comunidades amazónicas peruanas donde Manos Unidas tiene presencia a través de proyectos de desarrollo.
La situación es muy grave y debemos mantenernos firmes acompañando a las comunidades indígenas, para que nunca sean abandonadas ante las amenazas directas tanto a su modo de vida como a su integridad física, cultural y espiritual.
Texto de Carlos Vicente Alconcé, responsable de proyectos de Manos Unidas en Ecuador.