Florentino García Vega, sacerdote diocesano y misionero nos habla de su experiencia durante trece años en la República Democrática del Congo.
Más de cinco décadas con la mente y el corazón puestos al servicio de la misión de Kilela Balanda y de sus gentes, el pueblo Kaonde, en un país que ocupa poco espacio en los medios de comunicación y al que su propia riqueza lo llevó a convertirse en un «lago de miseria».
A nadie parece interesarle que mueran centenares de personas en un país acostumbrado a la muerte
El Congo es un país marcado por las cicatrices de una guerra que parece no tener fin.
Durante las Jornadas de Formación de Manos Unidas, el religioso leonés quiso compartir su historia de amor con un país que ocupa poco espacio en los medios de comunicación y al que su propia riqueza lo llevó a convertirse en un «lago de miseria».
Llegué a la República Democrática del Congo en 1964 y estuve allí hasta 1976, y esos trece años de misión fueron suficientes para darle sentido a mi vida; más que los doce años que pasé en el seminario y más que el resto de mi vida anterior. Mi fe, tal cual la concibo ahora, se la debo realmente al pueblo Kaonde.
Sí; desde 1964, la misión de Kilela Balanda ha sido, es y creo que será, la mayor preocupación de mi vida. Una preocupación de la que, aunque quisiera, no me sería posible liberarme. Aunque dejé el Congo en 1976, siempre ha permanecido en mi cabeza. Cuando volví en 2001, lo hice, quizá, en busca de mis propios recuerdos, que ya no estaban; porque los recuerdos se esfuman. Y más los que yo tenía del Congo que, en 2001, había retrocedido entre 20 y 30 años desde la independencia. El país entonces había que definirlo como un gran lago de miseria.
En 2001 la impresión fue grande, pero, cuando regresé en 2002 y abrí los ojos realmente a esta realidad, me asustó tanto que me dije: «Yo no vuelvo». No podía volver al Congo, porque la magnitud de lo que había ocurrido y de lo que había que construir y rehabilitar me sobrepasaba completamente. Pero luego llegó la reflexión: «Si en 1964 fui al Congo y prediqué el amor… Ahora, Florentino, es el momento de practicar ese amor». Me necesitaban más que nunca. Desde entonces, he viajado allí cada año.
Sí, así fue. En 2001 comenzamos a trabajar en la educación porque el sistema educativo había casi desaparecido. Tuvimos que elegir entre diferentes necesidades y optamos por el sistema escolar porque pensamos que, si se fortalecía, todo vendría después. La decisión fue muy dura de tomar: había niños que morían y gente enferma, pero tuvimos que optar y ahora vemos que la decisión fue acertada. La sanidad vino después.
Hablar del Congo es muy difícil. Presenta, desde el día de la independencia, graves carencias políticas e inestabilidad. Os voy a poner varios ejemplos que podría explicar lo que siento… El 21 de septiembre de 2016 hubo 100 muertos en una manifestación en Kinshasa en la que se reclamaba la convocatoria de elecciones; seguro que no os enterasteis. Unos días después hubo otra manifestación en Kananga que dejó otros 100 muertos y tampoco os enterasteis… El Congo es noticia solo cuando ocurren verdaderas atrocidades. A nadie parece interesarle que mueran centenares de personas en un país acostumbrado a la muerte.
Los Kaonde son gente muy apacible y acogedora, que nunca han conocido la guerra, aunque sí que sufren las consecuencias de una inestabilidad que comenzó hace 56 años, tras la independencia. A Kilela Balanda no ha llegado la guerra como tal, por lo que no se ha contribuido a desestructurar la vida de las personas; no se ha roto con las tradiciones. Los Kaonde no han perdido el alma. Si alguna vez alguien me pregunta por sus necesidades, puedo resumirlas en una palabra: TODAS. Y Manos Unidas está allí, comprometida con ellos y apoyando su lucha diaria contra el hambre y la pobreza.
Esta entrevista fue publicada en la Revista de Manos Unidas nº 202 (febrero-mayo 2017).
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